Paralizado, sentado en este viejo sillón de piel hecha jirones, observo el techo y siento la respiración profunda que me ayuda a meditar. La curva de la felicidad asciende y desciende a medida que el aire entra y sale de mis pulmones. Llevo pensando un rato, se suceden los minutos y soy incapaz de tomar la decisión de levantarme de aquí. Los rayos de sol que proyectan sombras sobre la pared han viajado de un lado a otro de la ventana, alterando el ángulo, brindando de movimiento al papel descolorido de estas cuatro paredes. Llega a ser hermoso. Hace que mi mente se despeje de toda duda. Mientras, la cerveza que reposa sobre la mesita ha dejado de ser refrescante para convertirse en un líquido tibio carente de la espuma que se enreda siempre en mi bigote. Podría levantarme para ir a la nevera y buscar otra. No obstante, pronto llegará Alicia, ella me la traerá sin rechistar. Es un ángel esta muchacha. Seguiré mirando al techo. Seguiré meditando. Seguiré paralizado.
Ya de noche, los faros de los coches que pasan por la carretera describen siempre la misma trayectoria frente a mí. Trazan una línea divisoria entre la estantería llena de libros, arriba; y la repisa repleta de retratos de familiares y amigos, abajo. Centro toda mi atención en cada uno de esos mundos, repasando recuerdos, olvidando los motivos para separarlos. Entonces cruza la estancia otro haz y recupero la perspectiva. Son dos mundos: el real, repleto de personas que son capaces de amar y decepcionar por igual; el imaginario, el lugar donde aprendí a mandar sobre todos esos seres que habitaban en mi interior. Aparecen ante mí las imágenes de aquel momento, ese punto álgido en el que creí ser capaz de mezclarlos. Vivir entre ellos por igual, sintiéndome dueño y señor de cuanto me rodeaba. El desastre de después, los reproches, las amistades perdidas y más tarde, la oscuridad de la depresión.
Pienso en cómo mi carrera fue en declive sin remedio. La forma en que, pese a mis intentos, los medios se olvidaron del hombre que había brindado a la sociedad de tan buenas historias. Palabras suyas, no mías. El dolor ya no se siente tan profundo cuando las acusaciones de mis familiares retumban en mis oídos. La realidad se impone una vez más, y nada es capaz de hacerme levantar de este viejo sillón.
El ángel de mi vida regresa para recoger el plato vacío que me ha traído apenas una hora antes con la cena. Enciende la luz del pasillo por temor a despertarme, si es que estoy dormido: no he contestado a su saludo, la vista de la estantería me ha dejado paralizado. Pese a ya estarlo con anterioridad, ahora lo estoy al cuadrado. La joven se acerca y ve que mis ojos están abiertos. ¡Qué estúpido! No he sido capaz siquiera de fingir que duermo. Posa sus enormes ojos marrones sobre mí y sonríe. En un movimiento veloz enciende la lámpara de la mesita, fiel compañera en cada día de reflexión. Cuando la enciende, me deslumbra, pero es la luz que desprende su aura la que me hace pestañear, más que los lúmenes de la bombilla de bajo consumo.
-Abuelo – ella sonríe y se arrodilla frente a mí – , tengo algo que contarte. – ¿Cómo es posible que esa chispa que ella emana me llene de energía? Yo solo soy capaz de preguntar con la cabeza, pero ya es más que todo lo que he hecho en el día. – Vas a ser bisabuelo. – Su mano viaja a su vientre y las lágrimas de emoción bañan su rostro mientras con la otra mano aprieta las mías.
Entonces ocurre, el huracán dormido en mi interior despierta. Un viento desconocido acude a socorrerme, haciendo volar las páginas en blanco que había sido mi vida hasta entonces. La verdad me sacude, haciéndome entender. Sonrío y lloro al mismo tiempo. Olvido la estúpida estantería y la distancia que me he impuesto con el mundo real. La idea de un nuevo libro viene a mi cabeza y me siento renacer. Un libro para aquel o aquella que venga. Una historia de princesas valientes, dragones bondadosos y brujas alocadas.
Me pongo en pie para abrazar a Alicia. Ella me sostiene, pero peso más que ella, mi cuerpo es dos veces el suyo y la gravedad nos vence. La lámpara trata de frenar nuestro avance hacia el suelo, y lo comprendo, pero por mucha estima que me tenga no hay nada que esté en su mano para salvarme. Miró al vano de la puerta y descubro la silueta de un viejo conocido, su capa ondea al viento huracanado que se ha levantado, su lanza descansa vertical junto a él. Sonríe, sabe que al fin me ha vencido. Cierro los ojos por evitar presenciar el desenlace: la esquina de la mesita que entra en mi campo de visión. El grito de mi ángel particular me sobresalta, pero sigo sonriendo ante la buena noticia. El recuerdo de mi cambio en el testamento hace que me alegre de esos pequeños momentos de lucidez.
La luz del último faro de la noche aparece más arriba de lo habitual: por encima de la estantería de libros, sin distinguir entre mis mundos. La confesión me pilla con los ojos cerrados. El vacío se rompe llenándose de esperanza. Los retratos se tambalean y caen bocabajo; los libros se desmoronan y se desploman sobre el suelo. El huracán cesa. Mi sillón está vacío y yo, paralizado.
Buah! Me ha emocionado absolutamente. Me ha gustado mucho el estilo en que está escrito. Sin embargo como me dado la esperanza me la ha vuelto a robar. Es parte de su encanto supongo
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Me alegro de que te haya emocionado. ¡Es lo que busco! En ocasiones la esperanza llega en el último minuto… creo que merece la pena, aunque no dure 😉
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