Karmelo es, sin duda, el relato al que más cariño tengo de todos los que he escrito hasta ahora (que son unos cuantos…) y creo saber por qué. Os lo presentaría con una explicación, pero creo que arruinaría la incertidumbre inicial… 😉
Espero que os guste.
Karmelo
Las nubes grises se arremolinan sobre el barrio y el ochote apura el tinto con la vista clavada en el cielo. Uno de ellos golpea el diapasón contra el barril de la Taberna y pronto tararea arpegiado el acorde que da el tono. Se miran, sonríen y disfrutan de la música mientras varios niños vestidos de aldeanos corren entre los árboles a la zaga de un balón perdido.
Karmelo los observa sentado en el banco que hay frente a la farmacia, escucha con melancolía y tararea la parte que se sabe, boga boga marinela… Uno de los niños cae entonces frente a él y se apresura para ayudarlo. Apenas ha llegado a su lado, con los brazos extendidos en gesto de auxilio, cuando su madre aparece y lo agarra de un brazo. Ocurre muy deprisa, el niño compone el mayor de los pucheros, la mujer lo eleva en el aire y fulmina a Karmelo con la mirada, quien no tiene más remedio que recular. Con expresión sombría regresa a su banco, intenta dejar de mirar la escena que ocurre a pocos pasos, pero no puede: el niño se sacude las rodillas, la madre borra las huellas de las lágrimas con un pañuelo y acto seguido lo mira con recelo. Karmelo se encoje en el banco y dirige la atención de nuevo al ochote, con la suerte de que alcanza a escuchar el final que consigue erizar el bello ya blanco de sus brazos.
La primera gota cae cuando el sonido de las ocho voces masculinas aún no se ha apagado, en un momento la plaza queda abandonada con los restos de la civilización que huye de la humedad: vasos de plástico en el suelo, servilletas con rastros de chorizo a la sidra, palillos, colillas… Karmelo permanece sentado en su banco un momento más, aún no ha llegado su parte favorita. Cierra los ojos y gira la cabeza hacia arriba, no caen con tanta fuerza como otras veces, pero las gotas son de verano: gruesas y cálidas. En el tiempo que le lleva a la lluvia empapar la acera que guarda el calor de la mañana ocurre, se desprende un olor que desata los recuerdos de Karmelo, imágenes en sepia corren ante sus ojos cerrados y una sonrisa hace que su rostro se arrugue. El único testigo de esta dicha momentánea el gato callejero, que ha dejado de rebuscar en el montón de restos de comida para observar tan singular escena. Gato que, una vez siente las gotas de lluvia sobre su lomo, corre a esconderse en cualquiera de sus guaridas.
El hombre se levanta, resignado, no soporta pasar las fiestas en soledad. Solo sí, pero rodeado del bullicio, de las risas, de la música. Hoy tocará caminar, pero no en balde, el Arenal rezuma de todo eso que él añora. O la Plaza Nueva, puesto a pasear tanto da caminar un poco más. Echa un vistazo a la bóveda gris que cubre el bocho y la compara con la que desató la tragedia en el 83. Se encoge de hombros, recuerda poco de aquella época, mira a los dos lados de la carretera y cruza en rojo el semáforo de Autonomía.
Le duelen los pies, le ruge el estómago y le brilla la sonrisa. Avanza por Urquijo y la anticipación de lo que va a encontrar lo impulsa en su caminar, que si bien no es rápido, hace rato dejó de ser el lento habitual: hoy tiene rumbo. Ya no llueve, pero lloverá.
Se cruza con un grupo de chicas vestidas de arrantzale cuando alcanza la Plaza Circular, pasan a su lado sin mirarle, sin tocarle, sin importarles. Su mirada pierde la chispa por un momento pero sacude la cabeza. Continúa bajando, un olor característico le golpea la cara, huele a chupinazo, ya no queda mucho.
Se encuentra de golpe en la barra de una txosna, el codo en ese gesto tan familiar, observa las caras despreocupadas de las familias que bailan, charlan y se saludan. Desde la distancia las percibe con una intensidad peculiar, unos colores entre los que hace tiempo encajaba. Ya no, ahora es una especie de bulto gris que pasa los días sin pena ni gloria, esperando paciente a la parca. Un toque en el codo hace que desvíe su atención de los oscuros pensamientos y se vuelve, dispuesto a marcharse de inmediato. Un joven lo mira desde el otro lado de la barra, le tiende un bocata y sonríe a medias.
-Solomo, queso y pimientos. On egin. – Karmelo parpadea y se queda quieto un instante. Quieto en el interior de su cabeza, porque su brazo, en un acto reflejo, ya ha emprendido el movimiento que lo acerca al apetitoso bocado.
-Gracias. – La voz sale ronca y carraspea. El chico, que luce un peinado de lo más extraño y varios aros en las orejas, tuerce el gesto. Karmelo recuerda que no solía aprobar aquellas pintas cuando aún vivía en un séptimo piso de la villa. ¿Qué aspecto tiene él mismo ahora?
-Sé que con esto no se entra en calor, pero… – No termina la frase y Karmelo supone por qué. De cualquier modo, agarra la botella de agua que le ofrece de buena gana y vuelve a darle las gracias.
Encuentra su lugar en otro banco de madera, se parece al del barrio, pero es completamente diferente. Sentado en el suyo reconoce algunas caras, descubre cosas alucinantes de vecinos que apenas se conocen entre sí. Sabe cosas que otros no, por el mero hecho de estar siempre allí. Otro pensamiento oscuro cruza su mente y recuerda algún malentendido en el que se ha visto envuelto. Algunas mujeres también observan la calle cuando vuelven de sus tareas, cuando avanzan a paso lento porque las bolsas de la compra pesan demasiado, tienen tiempo de pasear la mirada por la plaza y algunas veces sus miradas se cruzan. Y la mirada de vuelta no siempre es amable. Repasa por un momento los diferentes tipos de persona que sabe que existen, pero el bocadillo entre sus manos le recuerda que no es momento para ello. Son fiestas.
Mastica despacio, saboreando, abandonándose a un estado de letargo al que está acostumbrado. Ha llegado a su destino y pese a lo que pensaba, se siente vacío. Bebe agua y come. Observa el gentío, a medida que pasa el tiempo la calle se llena de cuadrillas de diferentes edades. Distingue los puestos que en algunos rincones venden desde comida hasta los más singulares collares. Nunca entendió de modas, pero esta de ahora es, sin duda, la más extraña que recuerda. Hace mucho que él pasó de preocuparse por los colores y la apariencia de las ropas a preguntarse por el contenido en lana y algodón de las mismas.
Un hombre de tez más oscura que el azabache aparece junto a él, muestra un buen puñado de pañuelos azules en una mano y otros tantos de baldosas del suelo que él mismo está pisando. Karmelo levanta la mirada y la desvía. El hombre vuelve a insistir con sus manos llenas de pañuelos.
-¿Estás bromeando? – El muchacho, porque ahora que se fija bien se da cuenta de que eso es lo que es, compone la sonrisa más ancha que Karmelo pueda recordar e insiste con el gesto.
-No bromeo. – Su voz es peculiar, pero Karmelo no sabe por qué se lo parece. – Coge uno.
-Pero tendrás que venderlos, digo yo. – Karmelo le compadece por un momento, ¿es que no se da cuenta? Gruñe de mala gana y se remueve incómodo en el banco, se mete las manos en los bolsillos donde se encuentra con la servilleta del bocadillo que acaba de comer y nada más.
-Por uno que no venda… Toma. – Y le suelta uno con toda la gracia del mundo, retorciendo la muñeca y haciendo que el pañuelo se expanda en el aire. Karmelo levanta el brazo derecho, parece que se ha llevado todos los reflejos que le quedan a su cuerpo, y lo atrapa al vuelo. El muchacho sonríe de nuevo y desaparece.
Así, se queda Karmelo, de nuevo solo en el banco, con la vista fija en el pañuelo y la misma sonrisa bobalicona que le ha provocado la lluvia esa misma mañana. Lo tiene entre sus dedos un rato para después anudárselo al cuello. Levanta la cabeza y siente el cambio, ahora pertenece a ese entorno, forma parte de la Aste Nagusia. Sonríe y respira satisfecho. Busca sin darse cuenta una cara amiga entre la muchedumbre, todavía es de día, pero la nube gris continúa amenazante, y además, entre esas personas, no tiene ningún amigo que encontrar. La primera gota impacta probablemente en la ría, furtiva, perversa, queriendo arruinar las fiestas, pero Karmelo ya lo sabe, esperaba este momento. Algunas personas corren, otras se apresuran a abrir el paraguas, sin embargo, en mitad de todo el barullo se crea un espacio, una muchacha mira al cielo y cierra los ojos, eleva los brazos y canta. Se parece a Mari. Tal vez podría parecérsele si no fuera por ese tono rojizo en su pelo. Un chico la agarra del brazo levantado y sonriendo la atrae hacia sí, la cubre con el paraguas y la besa con descaro. Karmelo vuelve a sonreír. Son tantos los que se pierden ese cariño cotidiano por mirar sin cesar la pantalla de esos infernales aparatos. Emite un suspiro. Ha terminado en esta vida como auguraba su abuelo: viejo, solo y cascarrabias. De todos modos prefiere esa descripción a la desagradable que aportó aquella mujer a la policía.
Se levanta del banco, el olor de la lluvia recién caída se ha perdido ya, y llegará a tiempo, si regresa ahora, de dormir en Elejabarri. Antes de marcharse mira de nuevo a la pareja, los dos se ríen, se besan, ella ha cerrado el paraguas y los dos se mojan bajo el sirimiri más típico de Bilbao, el de fiestas. Le gustaría poder acercarse, decirles algo que ha aprendido con la vejez y los malos pasos que ha dado a lo largo de su vida. Suena ridículo en su cabeza, se vuelve para regresar al barrio y a su vida de siempre. Las fiestas seguirán, pero tal vez mañana no tenga la fuerza necesaria para regresar. Si no llueve, tal vez el ochote cante alguna canción popular más. Instintivamente gira la cabeza, la pareja camina hacia algún lugar, irradiando felicidad. Como otras veces ocurre, sus miradas se cruzan. Y la mirada de vuelta no siempre es de repulsa.