Reflexiones antes del exterminio
Recuerdo que pestañeé hasta que las lentillas se colocaron en su lugar, tenía que estar viendo borroso. Tantas horas frente al ordenador me estaban causando estragos. O tal vez no. Podía ser que al final, después de tantos años escuchando a mi hermana llamarme loco, desequilibrado, chiflado… me hubiera rendido: ya no quería llevarle más la contraria.
Estaba viendo alguna extraña visión creada por mi mente atormentada. La imaginación de la que mi madre estaba tan orgullosa cuando, de niño, me entretenía durante horas con los utensilios de casa, había sobrepasado el límite de la cordura. Recuerdo haberme rascado los ojos para después mirar alrededor. La mayoría de mis compañeros habían salido a comer. Solo estábamos los representantes del departamento de finanzas, recursos humanos e informática. Cuatro gatos. El grito a mi espalda tuvo que haberme dado la pista para saber que aquello era real. Sin embargo, tan seguro estaba de que algún día perdería la cabeza, que no lo relacioné con lo que veían mis ojos. Algo que, sin lugar a dudas, encajaba a la perfección con las historias de Asimov a las que crecí enganchado, más que con la rutina a la que estaba acostumbrado desde hacía tres años.
Ahora, metido en este agujero, inmovilizado, recubierto de una sustancia pringosa y que huele peor que los baños públicos de las fiestas locales, me pregunto si no me llegó la locura en ese preciso instante. Cuando observé a la criatura con la mayor de las curiosidades y me negué a correr junto a mis compañeros de trabajo.
¡Qué más dará! También ellos están aquí. Junto con otros desconocidos, dos amigos de la facultad y mi hermana. Está lejos, pero la reconozco. La miro y trato de hablarle mentalmente. Le quiero insuflar algo de esperanza. Decirle que no sufriremos o que se aleje de la cordura para huir de ellos. Como debo estar haciendo yo. No le contaré la verdad, que entiendo sus voces, esos sonidos estridentes que me hacen rechinar los dientes. No le mencionaré su objetivo de experimentar con nuestros cuerpos para después aniquilarnos. No le recordaré que la primera vez que se lo advertí, fue cuando empezó a llamarme loco.