Antón llegó de madrugada, apestando a alcohol. Abrió con dificultad la puerta y se tambaleó un poco, como cualquier otro sábado. Encendió la luz y la borrachera se le pasó de golpe: frente a la puerta había una maleta.
Temeroso, acudió hacia la cocina, el único lugar de la casa que permanecía en penumbra. Allí estaba su madre, sentada a la mesa donde descansaba una pila de papeles. Ella sujetaba entre las manos una taza de té fría; su cara mostraba una expresión desconocida para el joven.
Ella no le dirigió la palabra, tan solo una mirada que lo dijo todo. Él se sentó frente a ella y aguardó. Los dos permanecieron así, en silencio, largo rato. Antón intentó hablar en varias ocasiones, pero el miedo a descubrirse, le hizo cerrar la boca en todas ellas.
Desvió la mirada hacia el pasillo, no podía soportar la mirada de la mujer que lo había criado. Reparó en la imagen de su difunto padre colgada en la pared, iluminada apenas por los haces que salían de la estancia.
Ella siguió su mirada y suspiró. Su expresión de entristeció un tanto. Decidió que había llegado el momento. Arrastró los papeles que había reunido y se los tendió a su hijo. El niño alegre al que había adorado desde que llegó a este mundo se había transformado en un adulto al que quería idolatrar, pero no podía.
Antón bajó la mirada hacia los papeles, no fue consciente de que ella se levantaba y se situaba tras él. Distinguió los documentos que temblaban en sus manos: narraban su historia. Allí había fotos, su partida de nacimiento, la inscripción del primer colegio al que había ido, cartas de su infancia y postales que había dibujado a sus padres. Atadas con una goma descubrió un buen número de multas, la denuncia por pelearse en las fiestas de Zalla y la carta de expulsión del instituto. Él agachó la cabeza, avergonzado. Sin embargo, bajo todos esos papeles, encontró uno más.
Leyó las condiciones del contrato. Recordó la decepción que había sentido al salir de la entrevista y comprendió que su madre lo había vuelto a hacer. Ella volvía a entregarle su apoyo; una vez más hacía todo lo posible por ayudarle. Se volvió hacia ella con una sonrisa, ella sonrió a su vez y le besó la cabeza. Apretó su hombro con una mano y desapareció por la puerta.
Antón se había quedado tan maravillado al ver que le habían dado el trabajo que olvidó por completo la maleta y la sospecha de que aquella noche la pasaría en casa de algún amigo.
Se sobresaltó al escuchar la puerta de la calle. Un portazo seco, como el que había que dar para que aquella puerta no se atascara. Su mente se aclaró en aquel instante y comprendió.
Cogió las llaves y salió a todo correr. Bajó las escaleras de dos en dos. Tropezó, todavía embriagado. Cayó en el segundo piso, pero continuó, cojeando.
Salió a la oscuridad y gritó a la silueta que se alejaba con paso lento y firme, la maleta en la mano derecha. Él prometió cambiar. Juró que la quería mientras avanzaba dando tumbos. Pero la silueta desapareció y las lágrimas nublaron su vista.
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