Aurora soñaba a menudo con México. Nunca había estado al otro lado del charco, apenas había visto fotos de su abuela paterna, nacida en Izamal, en su hogar; sin embargo, sabía que aquello con lo que soñaba sucedía en esa tierra que formaba parte de su historia.
Cuando lo hacía, despertaba envuelta en sudores, el corazón latiendo con fuerza en su pecho. Aquella noche lo hizo con una serenidad que le resultó desconcertante. Había soñado con la abuelita en México, aún sentía la calidez en su brazo, ahí donde ella había colocado su mano para indicarle algo. En el exterior de la casa se había desatado una tormenta feroz, la lluvia golpeaba con fuerza los cristales. Cuando fue consciente de la situación un rayo impactó cerca de la casa y un escalofrío recorrió su espalda.
Aurora apenas tenía diez años, pero sabía de memoria las historias de sus ancestros. La magia que corría por sus venas según aquella rama de su familia era un regalo, pero podía convertirse en una maldición. Un miedo tremendo se apoderó de sus facciones, sus ojos se llenaron de lágrimas y ella no pudo sino taparse la boca con las dos manos para evitar emitir un grito en mitad de la noche.
Actuó deprisa, con el miedo atragantado en su garganta, corrió de puntillas por el pasillo de la casa de sus padres en Silos. Subió las escaleras en una carrera consigo misma y alcanzó la habitación de su abuela en un instante.
La niña se abalanzó sobre el cuerpo dormido de la anciana. Un ronquido se quedó a medias y culminó en una tos profunda y aparatosa. La abuela sorprendida descubrió el pequeño cuerpo de la nieta abrazado al suyo. El alivio de Aurora al comprobar que estaba viva desató las lágrimas contenidas y la abuela apenas acertaba a entender lo ocurrido.
El instinto la llevó a entonar una de las canciones que había enseñado a la niña, la misma que su madre había cantado para ella cuando de pequeña sufría pesadillas. Aurora se calmó tras la segunda estrofa. No quiso hablar del motivo de su llanto y le pidió a la mujer que la acompañara a su cama, en realidad, albergaba la esperanza de que se quedara a dormir junto a ella el resto de la noche.
Las dos bajaron la escalera tomadas de la mano. Los relámpagos iluminaban los escalones a intervalos irregulares y Aurora apretaba la mano de su abuela con fuerza.
Llegaron al pasillo y las dos fueron conscientes del frío, la niña tiritaba sin control. La mujer la miró con curiosidad.
Ambas se asomaron al mismo tiempo, la sorpresa las sacudió por igual. La tormenta había roto el poste de la luz de la calle con tal puntería que había roto la ventana de la habitación de la niña y reposaba sobre su cama. El edredón apartado hacia un lado como si le hubiera hecho un hueco para compartir sus sueños. Aurora se abrazó a la abuelita, asustada, y ella la envolvió con su brazo, colocando su mano en el mismo punto cálido que había sentido la niña al despertar.
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