Mi hermana me dijo de ella que era una mujer interesante. Fue una conversación susurrada, con los ojos de quien nunca ha sabido disimular mirando al techo. Me dio pocos detalles. Según ella, los hombres suspiraban al verla pasar cuando, de joven, comenzó a vestir sus piernas con minifaldas. Las mujeres fruncían el ceño, hablaban pestes y le daban la espalda. Le pregunté si había sido guapa y me contestó que no y, frunciendo el ceño, añadió que había sido del montón. Debía ser otra cosa lo que había desatado aquellas reacciones en el pasado.
Me contó que yo era muy pequeña cuando dejó el pueblo, y que tal vez por eso no la recordaba. Fue a buscar fortuna o un marido; a ganarse la vida o tirarla por la borda. A vivir grandes aventuras en México o como budista en Lhasa. Según quien te contara. No regresó hasta hace seis meses, cuando unos pocos la reconocieron. Las arrugas en los ojos y en la comisura de sus labios hablaban de carcajadas. La cojera que arrastraba narraba las dificultades superadas. Por lo demás, nada se podía deducir. Ni el marido, ni la fortuna, ni la desgracia.
Acababa de entrar en el bar cuando, impulsada por mi mirada curiosa, mi hermana comenzó la explicación. Después siguió con su nuevo tema preferido: la lactancia, los pañales y otras cosas que a mí todavía me sonaban extrañas. La observé durante un buen rato, mientras mi cerveza se calentaba sobre la mesa. La conversación había pasado a un segundo plano para mí, ni siquiera me molestaba en mostrar algo de interés hacia mi hermana y su mejor amiga.
Recogí mi cerveza y me planté en la barra junto a ella. Miré al frente en un primer momento. Después me giré para mirarla. Con algo de descaro, no voy a mentir. Siempre fui curiosa y hay costumbres que no desaparecen. Ella esbozó una sonrisa y, todavía sin mirarme, me dijo con una voz dulce que me trajo recuerdos de mi niñez.
―Eres la pequeña de Marisa, ¿no?
Se refería a mi abuela, claro. En mi pueblo todos te conocen por el familiar más mayor con vida. Sonreí solo un poco y asentí, lo suficiente para que ella captara la respuesta.
―Me apetece verla. ¿Está en alguna residencia?
Ella continuaba con la mirada fija en sus manos, las cuales dibujaban líneas en la condensación del vaso.
―Murió, hace dos años.
Aquello captó su atención, se giró sobre el taburete y me miró. Su cara a medio camino entre la sorpresa y la tristeza. No me dijo nada más. Me miró a los ojos y abrió la boca. Después la cerró con fuerza, al mismo tiempo que los ojos. Se serenó en cuestión de segundos, haciendo gala de una capacidad ensayada a lo largo de los años. Se levantó, me apretó la mano que reposaba sobre la barra y se fue.
Después de aquello desapareció de nuevo. Me quedó una sensación extraña. Me pregunté durante días si había sido demasiado brusca con mi respuesta, si tal vez debía haberle ofrecido algún tipo de consuelo. Acudí al cementerio aquel domingo, como si mi abuela pudiera ofrecerme alguna respuesta desde su tumba.
Lo curioso es que en cierto modo me la dio. No ella, sino las flores frescas que adornaban la lápida que visitábamos cada uno de noviembre.
#DíaDeMuertos