Sacrificio

     Tres jóvenes salieron disparados desde las piedras de poder ocultas en el bosque. Elba aterrizó sobre unas zarzas. Emerit se golpeó la cabeza contra un gran roble. Moira fue la única que, a pesar de la fuerza desatada por el conjuro, cayó de pie. Gritó preocupada, algo había salido mal. Con un vistazo comprobó que Elba estaba bien y acudió junto a Emerit. Su amigo había perdido el conocimiento. No le llevó demasiado tiempo despertarlo, colocó una mano sobre su pecho y la otra sobre la tierra que pisaban. Se concentró y canalizó el poder que le brindaba la naturaleza. Emerit tosió varias veces y se incorporó con expresión de agradecimiento. Se miraron en silencio, preocupados. Se habían arriesgado para conseguir aumentar su poder y habían sido rechazados. Madre Tierra no obedecería exigencias de tres adolescentes. Las consecuencias de su atrevimiento no quedaban claras, pero notaban que algo había cambiado.

     Regresaron a la aldea al anochecer, les aterrorizaba descubrir qué habían provocado. Emerit no pudo evitar ser el primero en saberlo, el hombre con el que se cruzaron lo llevaba escrito en la mirada, el temor de perder a su esposa brillaba en sus pupilas. Una anciana gritaba cerca de la taberna y al distinguir a Moira le dirigió una mirada venenosa y aseguró que sus conocimientos sobre sanación no podrían hacer nada contra la furia de los dioses. Elba se acercó a un grupo de niños, hablaban y mostraban una seriedad poco habitual. Pronto descubrió la razón: sus madres habían enfermado. Todas. Habían sentido un dolor punzante en el vientre y la fiebre las había dejado postradas en cama. Moira sintió que un nudo oprimía su estómago. Miró a su mejor amigo y confirmó lo que sospechaba. Habían sido ellos. Sin mediar palabra echó a correr calle arriba, tenía que hablar con su madre sobre lo que habían hecho. Ella siempre le había dicho que el poder que tenían era muy útil para sanar a sus vecinos, pero también muy peligroso.

      Llegó a la granja sin aliento. Entró como un huracán en la humilde casa y encontró a su madre sentada junto a la chimenea, vertiendo en un caldero unas semillas que Moira conocía bien. La cara de Kora denotaba sufrimiento, sus ojos brillaban por la fiebre y sus manos temblaban. Moira se lanzó a abrazarla, quiso confesar lo que habían hecho, preguntarle cómo podían revertir los efectos del hechizo, pero no pudo. Su madre, al ver que ella había regresado, se desmayó.

   Aquella noche no durmió. Volvió a reunirse con Emerit y Elba después de administrarle a su madre la poción que le bajaría la fiebre. Juntos recorrieron una a una las casas de la aldea y pronto llegaron a una conclusión: las únicas personas que habían enfermado eran las mujeres que habían sido madres. Elba repetía sin parar que no lo entendía. Emerit le aseguró que no era necesario comprenderlo, solo averiguar la forma de arreglarlo. Moira se mostraba de acuerdo con esa conclusión. Ella no perdía el tiempo, se presentaba en las casas y se ponía a trabajar. En Elladamn todo el mundo la conocía: era la hija de la sanadora y su sucesora algún día. Administró la poción a todas las mujeres que mostraban aquella afección, pero pocas mostraron mejora.

     El cielo comenzaba a clarear cuando volvieron a la granja y se sentaron a la mesa a estudiar los libros de su familia. Pocas horas después recibieron la noticia que esperaban no escuchar: una mujer había fallecido. Moira quiso gritar. Siempre había aspirado a ser tan buena sanadora como su madre y en aquel momento, por su culpa, las mujeres de su aldea estaban en peligro. Necesitaba la sabiduría de Kora, pero ella seguía dormida, luchando contra la enfermedad. Envió a sus amigos a reconocer al resto de mujeres y siguió leyendo los libros que apenas comprendía. Una página del Libro Negro llamó su atención en el momento de mayor desesperación. No dudó. Leyó varias veces las instrucciones y salió hacia el claro del bosque donde todo había comenzado.

      Se tumbó sobre la hierba. Tenía miedo, pero la esperanza de enmendar su error le dio fuerzas para continuar con el ritual. Repitió las frases del libro y sintió la herida en la piel de su nuca. La sangre brotó libre hacia la tierra y pronto, perdió el conocimiento.

       Al despertar solo fue consciente del frío que la envolvía y de la mano de Emerit que la zarandeaba. Moira abrazó a su amigo sobrecogida. Cuando leyó el conjuro entendió que la diosa percibiría su cuerpo como sacrificio. Estaba segura de que aquello serviría para sanar a las mujeres de la aldea, pero que ella tendría que entregar su vida a cambio. Descubrir que seguía viva fue un regalo. Emerit le dio la buena noticia mientras la envolvía en su capa. Las mujeres se habían recuperado. Ella no necesitaba nada más.

      Regresó a casa tranquila. Supo que debería enfrentarse a su madre y explicarle todo lo que había pasado. Hablarían durante horas, tal vez la regañara, pero al final, la abrazaría. Ese abrazo era lo que más ansiaba en aquel momento.

      Llamó a su madre nada más entrar en la granja. Acudió a su habitación y la encontró tendida en la cama. Unas raíces brotaban de su boca y crecían buscando la tierra de la que obtener sustento. Las uñas de manos y pies habían crecido y, curvadas, mostraban la apariencia de extrañas flores. Los ojos de Kora estaban cerrados.

     Moira se arrodilló junto a ella y trató de abrazarla, pero las raíces se lo impedían. Lloró desconsolada. El sacrificio se había llevado a cabo, Madre Tierra se había llevado la vida que requería para devolver el equilibrio a la aldea. Moira no podía comprender por qué se la había llevado a ella. Kora nunca le confesó a su hija el conjuro que había realizado el mismo día de su nacimiento: protegería a su pequeña siempre, sin importar que aquello le costara la vida.

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