Renacer

Renacer

Aquella mañana salí al huerto con algo más de esperanza que el día anterior. Me puse los mismos vaqueros desgastados, la sudadera vieja, las zapatillas zarrapastrosas y los guantes de jardinería, esos que parecían divinos en la estantería de la tienda y que ahora daban asco.

Antes de enfundar mis dedos en aquella goma apestosa solía fijarme en la alianza. No me la quería quitar, me servía de recordatorio y, de alguna forma, recargaba mis fuerzas para seguir adelante.

Había estado a punto de rendirme en numerosas ocasiones. Abandonar aquella misión que yo misma había elegido con la loca idea de encontrar paz. Mudarme de la ciudad al pueblo. Desconectar. Encontrarme a mí misma y renacer cual ave fénix.

Ja. Si volvía la vista atrás, aquel momento se me antojaba ridículo.

Pero después de haber discutido con mi madre aquella tarde en la que me dijo que era una medida desesperada, que me sentiría sola y que no podría con todas las tareas de una casa en el campo, me negaba a darle la razón.

Ella no entendía que ya siempre me sentiría sola.

Lo recordaba muchas noches cuando me sorprendía el silencio que me rodeaba. Durante los meses de invierno, mientras las tormentas hacían temblar la casa y el viento me gritaba por las ranuras de las ventanas, invitándome a volver a la calidez de mi piso en la civilización.

Los días de lluvia me hacían temer que la gotera del tejado aumentara hasta convertirse en un agujero irreparable. Sin embargo, al caer la noche, el sueño me atrapaba con facilidad. Dormía mejor que nunca desde que vivía en el campo.

De aquel miedo que me producían la lluvia y los truenos me quedaba el recuerdo. Desde hacía días solo me preocupaba que las gotas se convirtieran en granizo y echaran a perder todo mi trabajo en el huerto.

No dependía de mi habilidad como hortelana para vivir, el seguro cubría mis necesidades más básicas. Y a decir verdad, las menos básicas, también. Cuando me vi con aquel dinero y el tiempo que me otorgaba la excedencia que me había pedido por recomendación de mi mejor amiga, me fui a vivir allí.

Así pues, no dependía de mi habilidad como hortelana para vivir, pero había algo más importante en ello. Cuidar la tierra me curaba a mí. Pedazos de pena se quedaban enterrados con cada planta de mi huerto.

Necesitaba vencer sobre la naturaleza, parecía empeñada en verme fracasar. Hubo un fin de semana en el que estuve incomunicada por la nieve, se estropeó mi conexión de internet y, como no hay dos sin tres, me quedé sin luz durante buena parte de un día.

Salí al jardín y le grité al cielo. Descargué la tormenta interior que llevaba meses gestando. Le devolví los truenos que me había enviado días atrás y le advertí que no podría conmigo, estaba decidida a seguir allí.

Aquel día permanece en mi memoria porque, cuando me volví, mi visión periférica captó un movimiento en la finca contigua a la mía. Un hombre de unos setenta años me miraba serio. La vergüenza se llevó el frío de mi rostro. Pasé el resto del día muy tranquila, leyendo.

Y bien, aquella mañana, en la que amanecí con algo de esperanza, mi enemiga decidió ponerme la última traba en mi intento por dominarla.

Llevaba semanas trabajando en el huerto. Había sudado más que en las clases de spinning arando el terreno. Las agujetas por las horas agachada entre los bancales habían sido épicas. Trabajando aquella tierra las horas pasaban demasiado deprisa y el día llegaba a su fin con mi cuerpo molido y agotado frente a la pantalla de la televisión que aprendí a programar para que se apagara por si sola.

Pero, ahí estaba, la esperanza. Era primavera. Había pájaros cantando. Los árboles que rodeaban la propiedad empezaban a cubrirse de verde. En el jardín delantero habían crecido flores silvestres. Me dirigí al huerto y me agaché como siempre para hablar con mimo a mis futuros tomates y pimientos.

Y entonces los vi. Dos caracoles se alejaban del tallo mustio de una de mis plantas, el que les había servido de almuerzo. Los vi desaparecer bajo la tela negra que me habían asegurado mantendría mis bancales libres de malas hierbas. La levanté y pegué un grito, mezcla de horror y desesperación. Había cientos. Caracoles, babosas de varios tipos. Su lento y aparentemente inofensivo caminar marcado en la tierra y el plástico.

Grité, esta vez a la tierra. Saqué aquellas fuerzas que me hicieron permanecer en ese lugar y arranqué el plástico negro. Cuando terminé, fui consciente de algo viscoso que se movía dentro de mi guante. Asqueada, me lo quité y lo lancé lejos de mí. El anillo se fue con él.

Observé mi mano desnuda, con una calma inesperada.

Con la serenidad recién adquirida me dirigí al lugar donde había aterrizado el guante que portaba dos viajeros, el rincón donde había plantado unas fresas. Aún era pronto para ellas, pero una diminuta flor había emergido entre las hojas.

Saboreé la promesa implícita. Salté, grité de alegría y lo volví a ver. Pensé en lo inoportuno que era mi vecino, pero recapacité con la certeza de que yo era una vecina escandalosa. Levantó la mano a modo de saludo y me sonrió. Le devolví el gesto y correspondí a la sonrisa.

Guardé la alianza en el bolsillo y me dirigí a inspeccionar las plantas de pimientos decidida a encontrar la solución para salvarlas de aquellos seres diminutos y voraces. Tal vez había encontrado sin darme cuenta esa paz que ansiaba y dudaba encontrar en mi interior.


Tenemos vecina nueva. María dice que no le da más de dos meses, que el invierno es duro en el campo para alguien de ciudad. Yo no estoy tan seguro. Tiene carácter. La oí gritar al cielo que se quedaría. Y si aguanta hasta primavera… No querrá marcharse.

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